En este Boletín, el exalumno Luis Enrique Salinas Campos, egresado el año 1962, evoca su tiempo escolar y nos cuenta varias anécdotas que le tocó vivir. Invitamos a otros egresados a que hagan recuerdos de su paso por el Colegio y nos los hagan llegar.
Tengo que reconocer que aquellos hermosos años juveniles fueron muy importantes en mi formación, el desarrollo de mi personalidad y determinantes en el quehacer que tendría en el futuro. Yo venía de hacer mis últimos años de preparatoria en colegios pequeños y fue impactante llegar a un colegio grande, con muchos alumnos, de larga tradición y reconocida excelencia académica.
La mamá me acompañó al Liceo Alemán y mientras esperábamos en el amplio sector de portería pude ver un imponente “cuadro de honor” con el nombre de destacados exalumnos del Colegio. Nos atendió el hermano Wunibaldo, quien era el profesor de música, director del coro y un profundo amante de la música clásica. Nos mostró los patios, la capilla y el salón de actos. Luego nos presentó al padre Rector Humberto Kalthoff, muy amable y que tenía su pelo completamente blanco.
El recinto del colegio era muy amplio. Saliendo de la portería estaba el “patio chico” que acogía a los cursos de las preparatorias, bajo la imperturbable mirada y alta figura del hermano Francisco. Caminando derecho estaba ubicada la librería que atendía el gordo padre Guillermo Pelzer, ecónomo del colegio. Si uno al entrar no seguía derecho hacia el “patio de las flores”, sino que doblaba a la derecha, entraba al imponente “patio grande”. Allí se ubicaban los cursos de humanidades y se encontraba el gran salón de actos, que ocupaba los dos pisos.
El patio tenía en el medio una reja que lo separaba en dos sectores. Yo entré al “Primero C” que era donde llegaban los “nuevos” y donde aterrizaban todos los “repitentes”. Yo con mis once años estaba en el lote de los más chicos del curso.
En la sala de clases lo pasábamos excelente, era un constante tandeo y a la orden de “fuera”, los castigados se apostaban en la parte exterior de la puerta de la clase. Algunos profesores, incluso antes de empezar la materia, ya mandaban a uno o dos para afuera. El profesor se daba vuelta para escribir en la pizarra y una nube de avioncitos de papel había en el aire. ¿Quién fue? Nadie. Nuestro silencio solidario no se podía romper.
Más de algún profesor señaló que nunca había existido un curso tan malo en la historia del Colegio. Nuestro profesor jefe, el padre Bernardo Boening, cura joven trataba de hacer lo mejor posible por dominarnos. Sin embargo, el profesor Julio Orlandi lograba que todas las semanas leyéramos un libro y escribiéramos un diario de vida, y se vanagloriaba de que en su clase se respetaba el silencio y se podía “escuchar hasta el vuelo de una mosca”. El profesor Luis Celis hacía unas amenas clases de historia y llamaba al azar a unos cinco alumnos para interrogarlos sobre los temas de la clase anterior.
El padre Bernardo Limberg llegaba con un montón de cuadros bajo el brazo y nos disertaba sobre ciencias naturales y biología. Las pruebas con él eran un verdadero chiste, pues él ponía las notas no por calidad, sino por cantidad. Mientras más hojas le escribieras, mejor nota sacabas. El alemán era otra dura experiencia así que las clases con el padre Bruno Romahn resultaban bastantes complicadas y por lo general con una nota de color rojo. Las clases más entretenidas eran las de gimnasia con el señor Moroni, dando vueltas y vueltas en el patio, aunque yo nunca logré saltar el caballete. Otra clase muy buena era la de música con el hermano Wunibaldo.
Pero, sin duda la mejor parte eran los recreos donde se jugaba al mismo tiempo y en distintas direcciones innumerables pichangas con pelotas de trapo, hechas con calcetines viejos. Terminado el recreo los cursos se formaban en filas de a dos alumnos y se esperaba la llegada del profesor, antes de entrar a la sala de clases. Todos frente a nuestros pupitres, nos persignábamos y se rezaba el padre nuestro, generalmente en alemán. Las clases eran con dos jornadas, así que alcanzaba a ir a almorzar a mi casa y volver apuradito para las clases en la tarde. La salida la hacíamos por un largo y oscuro túnel hasta la calle Manuel Rodríguez.
Los días viernes había misa a primera hora en la capilla del colegio, y el hermano Wunibaldo instalado en el gran órgano del segundo piso, hacia retumbar la iglesia. Como los primeros viernes había comuniones generales para todos, el día anterior eran las confesiones y por curso se iban dando los permisos para salir de la clase a aquellos que quisieran confesarse. Con tal de escapar todos queríamos confesarnos. Obviamente las filas más concurridas eran las de los curas más sordos, que siempre daban por penitencia rezar tres padrenuestros y tres avemarías.
A fines del año 1957, los sobrevivientes del “Primero C” fuimos distribuidos entre el segundo A y el B. La sabiduría de los padres alemanes consideró entonces no volver a constituir cursos “C”. A partir de ese momento, se comenzó a consolidar mi curso el Segundo B, egresó del Liceo Alemán el año 1962.
Luis Enrique Salinas Campos